Yo noté al levantarme
que el día era sombrío;
sentí una gran tristeza
dentro del pecho mío.
Presentí, entonces, algo,
Y mi hermana me dijo:
—¿Sabes, hermana, sabes?
Se ha muerto don Benito.
¡Don Benito! Aquel viejo
que estaba cieguito,
aquel que me gustaba
porque me daba el cariño.
—Hermana, hermana, hermana,
¿ha muerto don Benito?
Todos, todos, lloraban,
todos, todos, los míos.
Y hasta mi pluma ahora
al escribir, sin ruido,
es como si callara:
¡Ya murió don Benito!
Sobre la superficie
del mar encandilado
de las seis de la tarde,
saltan algunos peces
que dejan sobre el agua,
al caer, una onda.
Así, a trechos, bordado
el mar por esta aguja
parece que sonríe:
sonrisas que se ensanchan
y cierran lentamente;
sonreír de la orilla,
encaje de la falda
azul y transparente.
Pero no me dejes sola.
Dime palabras y ritmos
y gestos para el alcance
y voces acompasadas.
Pero no me dejes sola.
No es presencia ni vaivén
ni caminito seguro
ni ruedecitas del aire
ni luz, ni sol, ni mañana.
Es un presente, constante,
aquí, cerca, más, despierto,
vivo, alerta, repetido,
único instinto posible.
Dime tu palabra intacta
de luz repetida y libre.
Pero no me dejes sola.
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